Cuento Ganador del Primer Premio a Nivel Nacional
en el Concurso Organizado por la Dirección de
Cultura
de la Municipalidad de Moreno en el año 1991.-
E L R O B O
Sintió frio en la espalda. Por un momento se
paralizo. Luego, lentamente, se dio vuelta. Por un instante le pareció ver una
serie de barrotes que en hilera –como soldados fijos- le bloqueaban la salida
rayando la luz del sol.
Pero eso no era Devoto. La cárcel había quedado
atrás y, por ahora, no pensaba enfrentarse con las ranchadas de cinco, la
repartija de yerba y cigarrillos, las visitas más espaciadas de Laura.
Había aprendido, en cuatro años era lógico.
Abrió con habilidad silenciosa la cajita fuerte,
verde. –que detrás de la pila de sweaters- había encontrado. Sintió frio. Se
dio vuelta y dejando la caja –verde, cuadrada- sobre la mesa de luz, se
encamino a la ventana. La cerró. Un golpe leve y seco, inevitable. Recordó al
Collie, no era problema; lo había dejado en la cocina devorando toda la carne
que para él, saco de la heladera. Volvió tranquilo ahora a la caja. Allí tal lo
esperaba, la cantidad de dólares de la que le hablo Matilde.
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Nunca debiste confiar en una mina rubio, pero claro,
sos pichón todavía. Yo te voy a enseñar, deja que yo te voy a enseñar.
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Estaban allí, tal lo esperaba, todo el dinero del
que le hablo Matilde. Se lo metio en el bolsillo, “un monton de guita” –calculo
mentalmente-. Despues, ignorando la caja ya inútil se dirigio a la comoda.
“Cajon de la derecha, el tercero”. Las joyas relucían, las metio en el bolso
junto con el grabador que rato antes, había quitado de sobre la mesita ratona.
Reflexiono. Las saco nuevamente y las apoyo sobre la cama. Con nerviosismo
revolvió los cajones hasta encontrar un pañuelo: grande –de cabeza o cuello- hermoso,
olor a perfume importado.
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“Y, tenes que acostumbrarte al olor a meada pibe”.
“Podras vos Revés, también con diez años aquí se
entiende, yo no puedo”.
Revés por las patas torcidas, -la izquierda a la
derecha, la derecha a la izquierda- parecía. Encima mostrándolas siempre, con
las uñas largas y sucias. Dos plantas equivocadas rebotando contra el mosaico
de continuo: plif-plaf plif-plaf.
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Acomodo el pañuelo sobre la cama. En el centro: las
alhajas. Las envolvió bajo la luz de la luna que asomándose, las hacía más
impresionantes, mas plateadas. Ahora sí,
de nuevo en el bolso. Lástima las pieles –se dijo- son finísimas, pero no podía
arriesgarse con tanto bulto y con tanto peso. Debía irse. Tenía todo lo que
había venido a buscar. En el bolso: el grabador que había quitado de sobre la
mesa ratona, sobre él, las joyas brillantes, guardadas en el pañuelo grande –de
cabeza o cuello- con olor a perfume francés. En el bolsillo de su pantalón, los
dólares, “como diez palos”.
Se acercó a la ventana otra vez. Espió la calle. Un
hombre con gamulan, parado en la vereda, parecía observar la casa.
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“Abrir una puerta es lo de menos, lo importante es
mantener los nervios adentro, no encender las luces ni quedarse más tiempo del
necesario, sobre todo que sea de confianza el que paso el dato –es lo
principal-, y un detalle para tener en cuenta: los vecinos, generalmente son
los peores enemigos rubio”.
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Vio al perro lanudo que tirando de la correa obligo
al hombre de gamulan avanzar. Desde un ángulo
de la ventana, asomándose apenas, observo como el hombre con pasos irregulares
seguía al perro que, de a momentos corría, trotaba, o se detenía de golpe a
husmear el pasto. “Todo bien pibe” se dijo.
El Collie entro a la habitación. Se acercaba
moviendo su cola peluda, contorneándose cariñosamente. Le toco la cabeza
angosta, -un aterciopelado triangulo que se afinaba en la trompa hasta terminar
en un hocico negro y húmedo-. Luego, agarro el bolso de sobre la cama. El perro
pretendiendo jugar salto varias veces cerca de él y comenzó a ladrar. Ernesto
retándolo por lo bajo logro calmarlo. Un silencio momentáneo. Ni bien intento
marcharse el perro comenzó nuevamente a ladrar, a saltar sobre sus patas
traseras. Pensó en encerrarlo en el baño. Sería peor, seguro. De todos modos
fue hasta allí y encendió la luz. Con la puerta entornada no se vería desde la
calle.
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“Son los detalles mínimos los que te mandan en cana
viejo, vos tenes todo organizado y cuando te das cuenta, te están encima porque
a un gil que pasaba de casualidad le pareció extraño ver aquella puerta
entornada”.
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Por otro lado si no lo hacía, el perro lo iba a
seguir hasta la calle. Sintió que ya no era dueño de la situación. Se metió en
el baño y, tras el –suave, juguetón, peludo- el perro. Retrocedió, de un golpe cerró
la puerta del baño escuchando como desde adentro el Collie la rascaba. Una
sensación fea le nació en el estómago.
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“Es una de las sensaciones que más me joden Revés,
cuando después de la visita entro al cuadro y la puerta se cierra con
estruendo”
Un portazo seco, inevitable.
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Tomo el bolso y se apresuró escaleras abajo. En el
primer piso, el animal encerrado aullaba. Abajo, desde el living espacioso, un
reloj inmenso dio dos campanadas. Estoy en hora –pensó- Matilde dijo que los sábados
hasta las cuatro o cinco no regresan.
Por una de las ventanas titilo el reflejo. Una
licuadora roja y blanca que giraba y giraba. Rítmicamente se cerraron varias
puertas. Comprobó que eran tres patrulleros. Sintió frio. Se paralizo.
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“No hay que achicarse en ese momento rubio, el cagaso
después en el baño de tu casa, en ese momento la cabeza fría y los pies
ligeros, sino: perdes”.
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Tiro el bolso en algún lado y corrió para la cocina.
El perro arriba seguía aullando, -una trompa suave terminada en punta- que se
abria lamentándose. Salio al patio. Atravezo las baldosas y piso el pasto
fresco. La humedad parecía atravezarle los zapatos, quemarle los tobillos. En
el fondo, -alto y blanco- el muro al que debía llegar. La luna desde arriba
aparentaba seguirlo, indicarle un sendero sin tropiezos. Se le ocurrio que
desde alguna ventanas –iluminadas ahora- varias figuras observaban la escena.
Torpemente escucho desde la casa voces y pasos, gritos que ya conocía. Pero
nunca mas la ranchada de cinco. En cuatro años había aprendido. Unos metros
antes de llegar salto. Un grito en el vacio que no pudo escuchar. La frialdad
del borde sin embargo, se acomodo a sus manos. Volvio a brincar en el aire,
otro grito. Pudo acomodar medio cuerpo sobre el borde y vio entonces el jardín
de la casa vecina. “Un salto mas y ya esta, por lo menos conserve los dólares”,
se oyo a si mismo hablando fuerte. Tan fuerte como aquel ruido que, a sus
espaldas se mezclaba con los gritos amenazantes. Un ruido fuerte y el golpe
doloroso en las costillas.
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“Ernesto, que no te vea nunca más jugar a la guerra
de piedras”. Sonrió.
Medio cuerpo colgado, abajo un jardín se
desdibujaba.
Otro ladrillazo ahora, ¿en la cintura?. La
semioscuridad lo iba atrapando. Le pareció escuchar la voz de su madre.
“Viste Ernesto, te dije que te ibas a lastimar”.
Si, en la cintura.
Y otro disparo en la espalda. La oscuridad total.
Lo último que hizo fue reír.
Porque nunca más la ranchada de cinco. La repartija
de yerba y cigarrillos. Las visitas que nunca más hizo Laura.
Era lógico.
En cuatro años había aprendido.
Lorena Cormick.-