viernes, 2 de septiembre de 2011

HERMOSO POEMA DE EDUARDO LAGILLA A JUAN ANDRADA DESDE MERLO SAN LUIS


POEMA ORIGINARIO                                            Eduardo José Lagilla


Regresaba con apuro a casa, ya eran pasadas las doce del mediodía y quería estar a tiempo a la hora del almuerzo, cuando veo en la esquina de Mercau  y Huarpes la delgada figura de Juan Andrada al lado del camino, quien con su brazo extendido hacía de barrera solicitaba ser llevado; solo y con el atadito de sus cosas en la otra mano.
Con una mirada de esperanza y una tímida sonrisa que apiadara al chofer para que lo lleve por lo menos más cerca de su casa allá en el norte.  Venciendo cierta aprensión por su aspecto deslucido y pensando que a esa hora no eran muchos los que pasaban por ese camino me resigné y decidí  llevarlo. Pise con suavidad el freno, saque el auto de la ruta, y le hice un gesto invitándolo a subir; en unos metros más atrás llegó en un trote de pasos cortos como en puntas de pie y asomándose pregunto ¿me lleva el señor?   Como respuesta tenía con la mano la puerta abierta de mi Auto unión del lado del acompañante,  acomodado ya en el asiento me mira sonriente y dice; cuando usted quiera.   Pisando a fondo el acelerador inicie la marcha con una violencia que hizo patinar las ruedas en el asfalto; conducía  rápido por lo avanzado de la hora y para abreviar mi exposición a los efluvios aromáticos que invadían el auto, provenían de sus bigotudas alpargatas, de su camisa de trabajo transpirada y ese otro con reflejos etílicos señalando que Juan ya había pasado por el boliche de “La Jacinta”.  Manejaba  zigzagueando para esquivar a veces inútilmente los posos de aquella ruta enripiada, mi pasajero más que preocupado parecía divertido, me miraba, sonreía y asentía con la cabeza supuse que aprobando mis condiciones de manejo.   Para ese momento yo desconocía que el se llamaba Juan ya que hacía apenas dos meses que residíamos en Piedra Blanca.  La humilde apariencia me había conmovido, ya sabía que a esa hora no eran muchos los que viajaban por esos caminos y sentía que había hecho bien en levantarlo.  El caso es que al llegar al refugio de Av. de los Incas me detuve pensado que iría a descender, pero él disculpándose me pide si no lo acercaba hasta el vado del arroyo Piedra Blanca, aquel por donde se va a lo de Juan Mercau y los Arrieta;  era desviarme cuatrocientos metros en dirección opuesta a mi casa, él me miraba con una sonrisa suplicante y yo embretado pensé unos segundos, pero no pude decir que no y por aquello de quien hace treinta, hace treinta y uno, accedí.
Esa primavera fue seca y cálida, el paisaje pintado de amarillos ocres, marrones opacos y verdes grises señalaban lo crudo que había sido el invierno.  El sol del mediodía caía a plomo y sus reflejos herían los ojos brillando en las arenas y en las piedras de aquel vado del arroyo, el aire caliente sofocaba como salido de la boca de un horno.  Mi pasajero desciende, pasa por delante y se detiene frente a la ventanilla de mi auto, se quita el sombrero, hace una reverencia y con un amplia sonrisa y con la tonada del lugar me dice en castellano;  gracias señor, ha sido usted muy amable. 
 Hago esta referencia al castellano porque lo que siguió después, me dejo perplejo.  Se calzó el sombrero y comenzó a irse, pero luego se detuvo y regresó para detenerse frente a mí y nuevamente se quita el sombrero, lo deposita sobre sus cosas, hace una reverencia y se yergue en una postura de una dignidad que me sorprende, parecía más alto de lo que era en realidad, y con vos profunda, serena y grave, comenzó un recitado. Lo supuse por la cadencia musical y rítmica de sus frases, solemnes, majestuosas, acompañada de gestos y ademanes pausados de sus manos, brazos y todo su cuerpo participando en la expresión.                                                                                                                                                    Arrancó con sus manos juntas sobre el pecho, las dirigió hacia mí con las palmas hacia arriba y acompañó con una inclinación de cabeza; volteó las palmas hacia abajo, abrió los brazos en cruz elevó su vista al cielo, volvió sus palmas hacia arriba y con los brazos abierto las elevó por sobre su cabeza y con un gesto envolvente y con mirada grave, su mano izquierda señala la montaña y la otra la pasea señalando el valle, se acerca y me mira a los ojos con mirada severa, parece que con enojo y me habla con vos cavernosa y luego un gesto de como si clavara un puñal sobre su mano me mira feroz, luego dulcifica el tono acompaña con sus manos el gesto y con los dedos casi sobre su boca hace como que junta unas frases y las esparce frente a mí, apoya sus manos en su pecho y nuevamente las vuelve hacia mí con las palmas hacia arriba, sus ojos brillan como que si tuvieran lágrimas.                                                                                                                                       Su discurso lleno de matices, que al parecer pasó del enojo a la gravedad profunda, luego dulce, tierna, coloquial. Yo no entendía nada, la lengua en que fueron dichas esas palabras me eran totalmente desconocidas, salvo la primera con el Vos en español y la referencia a la pacha mama, le siguieron otras como Inti, hinca y el malo Huinca y algunas más que sonaron conocidas vinculadas a lo regional, o lo folclórico.  Yo desconcertado lo miraba absorto y él de pie frente a mí con el sol del mediodía reflejándose en las canas de su cabeza reflejando  un halo luminoso y lo semejaba a un Dios nativo, un chamán, un brujo, la sorpresa y mi confusión era tal que no atinaba a interrumpirlo.  Continuó abstraído por unos minutos con frases breves,  luego bajó el tono y por último, las frases finales fueron inaudibles. Al terminar dejó pasar unos segundos,  reverenció como lo  hace un actor al finaliza una actuación, me obsequió una amplia sonrisa y luego en castellano me dijo.  Para vos, y agrego algo dirigido a mí que sonó como amigo; levantó del suelo el atadito de sus cosas, se calzo el sombrero y cruzando el vado se marchó.  Me quede mirándolo irse,  rápido como un puma o liviano como una corzuela, la que aquí llaman Sacha Cabra, que es tímida, graciosa y humilde, como él.                                                                                                  Juan murió, cuando quitando puntales descalzando el encofrado de un techo, la losa sin que nadie pudiera impedirlo, cayó sobre él.


PARA  LOS SUEÑOS DE JUAN
 Domingo 20-12-009

A los anhelos e ilusiones que yo traje
El refugio seguro les había hallado
Un lugar  pequeño que en el mundo
Era de bella y tranquila imagen
Para anidar un hogar que de esperanzas
Cobijara a mis sueños y mis ideales.

Y cuando recién llegado te ignoraba
Apareciste a la orilla de mi ruta
Sin meditar al verte solitario
Te ubique a mi lado en ese viaje
Que comenzó aquel ardiente medio día
Y aún tu memoria acompaña mi equipaje

Y llegamos a tu destino que era el vado
Del arroyo al que llaman Piedra Blanca
Un cauce yermo de piedra y arenales
Con memorias de aguas transitadas
Que remueven el lecho cuando crece
Torrentoso caudal que con la lluvia pasa


Descendiste silencioso como el puma,
O liviano tal vez como corzuela,
A la que aquí le llaman  Sacha cabra.
Que es de tímida y humilde su figura
Y como hermanos e hijos de esta tierra
Semejanza la que a ambos los iguala.

Te erguiste frente a mí con aire manso
Y con vos elocuente y majestuosa
Recitaste con tus modos gestuales
Con vos desconocida y en lengua extraña
De gestos y cadencias que en los versos
Fue un poema de frases ancestrales

Y  el sol que caía como plomo
Fundiendo y quemando al medio día
Caldeaba las arenas de aquel vado
Haciendo brasas de aquellos pedregales
Y eran sus rayos brillando entre tus canas
Como un  halo de suprema majestades

Apoyaste tu corazón entre tus manos
Brindándome  así la bienvenida
Generoso tu calor sentí en el gesto
De tus manos la amistad que me ofrecías
Cuando fui recién llegado a estos parajes
Y amigo en tu lengua me nombraste

Compañero del hacha y de la horquilla
En la tala de algarrobos y chañares
En los cercos los de ramas ni conejos
Aunque quisieran no podían escaparse.
Y  Amasando barro en las techadas
Poniendo paja no había quien te iguale

Y aquel último puntal que sostenía
Esperanzas de ganancias y jornales
Privó el apoyo a la losa  que cayendo
 Abatida no hubo quien la pare
Aplastando tus pequeñas ilusiones
Y tu miedo fue un asombro inigualable


Y aquel vino compañero de tu ruta
Lloro ausencias en el vaso que dejaste
Y velaron tu memoria  en La Jacinta
El boliche de amigos y compadres
Con lágrimas de tinto en las gargantas
Y en el alma cobijando soledades

Majestuosos y azules estos cerros
Poblados de bosques y mollares
E inmenso y luminoso el verde Valle
Deslumbraron de belleza en tus versos
Como cuando Inti esa vez les diera vida
Y prohijó la Pacha Mama tierra madre

Quien me diría Juan que aún tu memoria
A pesar del tiempo me acompañe
Hombre común e hijo de estas tierras
Que de antigua tribu fue seguro tu linaje
En mi resuenan hoy el eco de tus versos
Que emocionado me dedicaras esa tarde.


Eduardo José Lagilla




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