domingo, 30 de junio de 2013

EL ROBO (Cuento)

Cuento Ganador del Primer Premio a Nivel Nacional
en el Concurso Organizado por la Dirección de Cultura
de la Municipalidad de Moreno en el año 1991.-
                                                                 

                                        E L   R O B O

Sintió frio en la espalda. Por un momento se paralizo. Luego, lentamente, se dio vuelta. Por un instante le pareció ver una serie de barrotes que en hilera –como soldados fijos- le bloqueaban la salida rayando la luz del sol.
Pero eso no era Devoto. La cárcel había quedado atrás y, por ahora, no pensaba enfrentarse con las ranchadas de cinco, la repartija de yerba y cigarrillos, las visitas más espaciadas de Laura.
Había aprendido, en cuatro años era lógico.
Abrió con habilidad silenciosa la cajita fuerte, verde. –que detrás de la pila de sweaters- había encontrado. Sintió frio. Se dio vuelta y dejando la caja –verde, cuadrada- sobre la mesa de luz, se encamino a la ventana. La cerró. Un golpe leve y seco, inevitable. Recordó al Collie, no era problema; lo había dejado en la cocina devorando toda la carne que para él, saco de la heladera. Volvió tranquilo ahora a la caja. Allí tal lo esperaba, la cantidad de dólares de la que le hablo Matilde.
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"Nunca debiste confiar en una mina rubio, pero claro, sos pichón todavía. Yo te voy a enseñar, deja que yo te voy a enseñar."
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Estaban allí, tal lo esperaba, todo el dinero del que le hablo Matilde. Se lo metio en el bolsillo, “un monton de guita” –calculo mentalmente-. Despues, ignorando la caja ya inútil se dirigio a la comoda. “Cajon de la derecha, el tercero”. Las joyas relucían, las metio en el bolso junto con el grabador que rato antes, había quitado de sobre la mesita ratona. Reflexiono. Las saco nuevamente y las apoyo sobre la cama. Con nerviosismo revolvió los cajones hasta encontrar un pañuelo: grande –de cabeza o cuello- hermoso, olor a perfume importado.
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“Y, tenes que acostumbrarte al olor a meada pibe”.
“Podras vos Revés, también con diez años aquí se entiende, yo no puedo”.
Revés por las patas torcidas, -la izquierda a la derecha, la derecha a la izquierda- parecía. Encima mostrándolas siempre, con las uñas largas y sucias. Dos plantas equivocadas rebotando contra el mosaico de continuo: plif-plaf plif-plaf.
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Acomodo el pañuelo sobre la cama. En el centro: las alhajas. Las envolvió bajo la luz de la luna que asomándose, las hacía más impresionantes, mas plateadas.  Ahora sí, de nuevo en el bolso. Lástima las pieles –se dijo- son finísimas, pero no podía arriesgarse con tanto bulto y con tanto peso. Debía irse. Tenía todo lo que había venido a buscar. En el bolso: el grabador que había quitado de sobre la mesa ratona, sobre él, las joyas brillantes, guardadas en el pañuelo grande –de cabeza o cuello- con olor a perfume francés. En el bolsillo de su pantalón, los dólares, “como diez palos”.
Se acercó a la ventana otra vez. Espió la calle. Un hombre con gamulan, parado en la vereda, parecía observar la casa.
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“Abrir una puerta es lo de menos, lo importante es mantener los nervios adentro, no encender las luces ni quedarse más tiempo del necesario, sobre todo que sea de confianza el que paso el dato –es lo principal-, y un detalle para tener en cuenta: los vecinos, generalmente son los peores enemigos rubio”.
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Vio al perro lanudo que tirando de la correa obligo al hombre de gamulan  avanzar. Desde un ángulo de la ventana, asomándose apenas, observo como el hombre con pasos irregulares seguía al perro que, de a momentos corría, trotaba, o se detenía de golpe a husmear el pasto. “Todo bien pibe” se dijo.
El Collie entro a la habitación. Se acercaba moviendo su cola peluda, contorneándose cariñosamente. Le toco la cabeza angosta, -un aterciopelado triangulo que se afinaba en la trompa hasta terminar en un hocico negro y húmedo-. Luego, agarro el bolso de sobre la cama. El perro pretendiendo jugar salto varias veces cerca de él y comenzó a ladrar. Ernesto retándolo por lo bajo logro calmarlo. Un silencio momentáneo. Ni bien intento marcharse el perro comenzó nuevamente a ladrar, a saltar sobre sus patas traseras. Pensó en encerrarlo en el baño. Sería peor, seguro. De todos modos fue hasta allí y encendió la luz. Con la puerta entornada no se vería desde la calle.
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“Son los detalles mínimos los que te mandan en cana viejo, vos tenes todo organizado y cuando te das cuenta, te están encima porque a un gil que pasaba de casualidad le pareció extraño ver aquella puerta entornada”.
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Por otro lado si no lo hacía, el perro lo iba a seguir hasta la calle. Sintió que ya no era dueño de la situación. Se metió en el baño y, tras el –suave, juguetón, peludo- el perro. Retrocedió, de un golpe cerró la puerta del baño escuchando como desde adentro el Collie la rascaba. Una sensación fea le nació en el estómago.
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“Es una de las sensaciones que más me joden Revés, cuando después de la visita entro al cuadro y la puerta se cierra con estruendo”
Un portazo seco, inevitable.
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Tomo el bolso y se apresuró escaleras abajo. En el primer piso, el animal encerrado aullaba. Abajo, desde el living espacioso, un reloj inmenso dio dos campanadas. Estoy en hora –pensó- Matilde dijo que los sábados hasta las cuatro o cinco no regresan.
Por una de las ventanas titilo el reflejo. Una licuadora roja y blanca que giraba y giraba. Rítmicamente se cerraron varias puertas. Comprobó que eran tres patrulleros. Sintió frio. Se paralizo.
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“No hay que achicarse en ese momento rubio, el cagaso después en el baño de tu casa, en ese momento la cabeza fría y los pies ligeros, sino: perdes”.
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Tiro el bolso en algún lado y corrió para la cocina. El perro arriba seguía aullando, -una trompa suave terminada en punta- que se abria lamentándose. Salio al patio. Atravezo las baldosas y piso el pasto fresco. La humedad parecía atravezarle los zapatos, quemarle los tobillos. En el fondo, -alto y blanco- el muro al que debía llegar. La luna desde arriba aparentaba seguirlo, indicarle un sendero sin tropiezos. Se le ocurrio que desde alguna ventanas –iluminadas ahora- varias figuras observaban la escena. Torpemente escucho desde la casa voces y pasos, gritos que ya conocía. Pero nunca mas la ranchada de cinco. En cuatro años había aprendido. Unos metros antes de llegar salto. Un grito en el vacio que no pudo escuchar. La frialdad del borde sin embargo, se acomodo a sus manos. Volvio a brincar en el aire, otro grito. Pudo acomodar medio cuerpo sobre el borde y vio entonces el jardín de la casa vecina. “Un salto mas y ya esta, por lo menos conserve los dólares”, se oyo a si mismo hablando fuerte. Tan fuerte como aquel ruido que, a sus espaldas se mezclaba con los gritos amenazantes. Un ruido fuerte y el golpe doloroso en las costillas.
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“Ernesto, que no te vea nunca más jugar a la guerra de piedras”. Sonrió.
Medio cuerpo colgado, abajo un jardín se desdibujaba.
Otro ladrillazo ahora, ¿en la cintura?. La semioscuridad lo iba atrapando. Le pareció escuchar la voz de su madre.
“Viste Ernesto, te dije que te ibas a lastimar”.
Si, en la cintura.
Y otro disparo en la espalda. La oscuridad total.
Lo último que hizo fue reír.
Porque nunca más la ranchada de cinco. La repartija de yerba y cigarrillos. Las visitas que nunca más hizo Laura.
Era lógico.
En cuatro años había aprendido.
                                                                      Lorena Cormick.-



                                                               

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